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Se cambió en algún pleno posterior el IBI?

Sáb Sep 01, 2012 3:03 pm por ILUSA

¿Sabéis si se cambió en algún pleno posterior ésto?
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En el artículo se dice que la "contribución" bajará del 0.85 al 0.56 pero creo que no está siendo así. Viene al 0.85 más el porcentaje aprobado por el gobierno central.

Construcción de nuevas plazas hoteleras en el camping La Bota

Jue Jun 24, 2010 6:25 am por William Martin


Extraido del último pleno


Del PGOU de la localidad costera se extrae “la apuesta por el turismo”, según el alcalde. En un primer paso, hay reservado 50.000 metros cuadrados de techo para instalaciones hoteleras de lujo y gran lujo. Estos nuevos hoteles estarían situados en la zona de la Peguera (actual SAPU-5) y en la parcela que actualmente ocupa el Camping La Bota, cuya propiedad es …


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    Mensaje  William Martin Lun Mar 02, 2009 11:44 am

    HOLA, MANOLO, MUCHO BARATO´

    Patente de Corso Apr Hay un bonito ejercicio visual, interesante cuando estás de viaje y con poco que hacer. Sentado, por ejemplo, en la terraza del bar frente al museo nacional de Kioto, o bajo el reloj del ayuntamiento de Praga, o en el Pont des Arts, camino del Louvre. En cualquier lugar por donde transiten grupos de turistas dirigidos por un guía que levanta en alto, sufrido y profesional, una banderita, un pañuelo al extremo de un bastón, o un paraguas. El asunto consiste, observando aspecto y comportamiento de los individuos, en establecer de lejos su nacionalidad.

    Hay grupos con los que, aplicando estereotipos, no se falla nunca. Pensaba en eso hace unos días, en Roma, viendo a unos sacerdotes altos y guapos, en mangas de camisa negra de cuello clergyman, con suéteres elegantes de color beige colgados de los hombros y zapatos náuticos marrones. Atentos pero con aire un poco ausente, como si su reino no fuera de este mundo. La conclusión era obvia: curas de Boston para arriba, Nueva Inglaterra o por allí. Contrastaban con otro grupo próximo: rubicundos varones con aire jovial de campesinos endomingados, legítimas cloqueando aparte, de sus cosas, e hijas jovencitas siguiéndolos con desgana, vestidas con pantalones de caja muy baja y ombligos al aire, acribillados de piercings. No había necesidad de oírles hablar gabacho para situarlos en la Francia rural profunda. Creo que hasta exclamaban: «¡Por Toutatis!».

    Cuando se tiene el ojo adiestrado, un primer vistazo establece la nacionalidad de cada lote. Hasta de lejos, cuando podría confundírseles con adolescentes bajitos, a los japoneses se les reconoce porque siguen al guía –por lo general, chica joven y también japonesa– con una disciplina extraordinaria: nunca tiran nada al suelo ni se suenan los mocos, fotografían todos desde el mismo sitio y al mismo tiempo, e igual hacen cola hora y media bajo la lluvia para subirse a una góndola en Venecia que para beber sangría en un tablado flamenco de La Coruña. Todos llevan, además, bolsas de Louis Vuitton.

    Identificar a los ingleses es fácil: son los que no hablan otro idioma que el suyo y llevan una lata de cerveza en cada mano a las nueve de la mañana. En cuanto a los gringos de infantería, clase media y medio Oeste, se distinguen por sus andares garbosos, las apasionantes conversaciones a grito pelado sobre el precio del maíz en Arkansas, y en especial por esa patética manera que tienen ellos, y sobre todo ellas, cuando son de origen blanco y anglosajón, de hacerse los simpáticos condescendientes con camareros, vendedores y otras clases subalternas de los países visitados. Queriendo congraciarse con los indígenas como si los temieran y despreciaran al mismo tiempo: mucha risa y palmadita en la espalda, pero sin aflojar –que es lo que importa a los interesados– un puto céntimo. Si ve usted a una gilipollas rubia y sonriente haciéndose una foto en Estambul entre dos camareros con pinta de rufianes que le soban cada uno una teta, no tenga duda. Es norteamericana.

    A los alemanes también está chupado situarlos. Hay mucho rubio, las pavas son grandotas, todos caminan agrupados y en orden prusiano, se paran exactamente donde deben pararse, la mitad suelen ir mamados a partir de las seis de la tarde, y cuando viajan por Europa algunos padres explican a los niños pequeños, no sin tierna emoción filial: «Mirad, hijos míos, este pueblo lo quemó el abuelito en el año cuarenta y uno, este monumento restaurado lo demolió en el cuarenta y tres, este barrio lo limpió de judíos el tío Hans en el cuarenta y cinco».

    Pero los inconfundibles somos los españoles: hasta los negros nos ven llegar y saludan, antes de que abramos la boca: «Hola, Manolo, mucho barato». Somos los que, después de regatear media rupia a un vendedor callejero, dejamos propinas enormes en bares y restaurantes. Los que afirmamos impávidos que, frente a un Ribera del Duero, los vinos de Toscana o de Burdeos son el Don Simón en tetrabrik. Somos los que después de comprar en una tienda a base de «yes», «no» y «tu mach espensiv», salimos diciendo: «Aquí no saben ni inglés». Somos los que fotografiamos, interese o no, todo lugar donde haya un cartel prohibiendo hacer fotos. Para identificarnos no hay error posible: un guía hablando solo, y alrededor, dispersos y sin hacerle caso, los españoles comprando postales, sentados en un bar a la sombra, haciéndose fotos en otros sitios o echando una meadilla detrás de la pirámide. Y cuando, después de hablar quince minutos en vano, el pobre guía reúne como puede al grupo para seguir camino, siempre hay alguien que viene de comprar postales, mira el Taj Majal y pregunta: «¿Y esto qué es?».


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    Mensaje  William Martin Lun Mar 02, 2009 11:46 am

    Patente de Corso Apr MI PROPIO MANIFIESTO (I)

    A ciertos amigos les ha extrañado que el arriba firmante, que presume de cazar solo, se adhiriese al Manifiesto de la Lengua Común. Y no me sorprende. Nunca antes firmé manifiesto alguno. Cuando leí éste por primera vez, ya publicado, ni siquiera me satisfizo cómo estaba escrito. Pero era el que había, y yo estaba de acuerdo en lo sustancial. Así que mandé mi firma. Otros lo hicieron, y ha sido instructivo comprobar cómo en la movida posterior algún ilustre se ha retractado de modo más bien rastrero. Ése no es mi caso: sostengo lo que firmé. No porque estime que el manifiesto consiga nada, claro. Lo hice porque lo creí mi obligación. Por fastidiar, más que nada. Y en eso sigo.

    No es verdad que en España corra peligro la lengua castellana, conocida como español en todo el mundo. Al contrario. En el País Vasco, Galicia y Cataluña, la gente se relaciona con normalidad en dos idiomas. Basta con observar lo que los libreros de allí, nacionalistas o no, tienen en los escaparates. O viajar por los Estados Unidos con las orejas limpias. El español, lengua potente, se come el mundo sin pelar. Quien no lo domine, allá él. No sólo pierde una herramienta admirable, sino también cuanto ese idioma dejó en la memoria escrita de la Humanidad. Reducirlo todo a mero símbolo de imposición nacional sobre lenguas minoritarias es hacer excesivo honor al nacionalismo extremo español, tan analfabeto como el autonómico. Esta lengua es universal, enorme, generosa, compartida por razas diversas mucho más allá de las catetas reducciones chauvinistas.

    La cuestión es otra. Firmé porque estoy harto de cagaditas de rata en el arroz. Detesto cualquier nacionalismo radical: lo mismo el de arriba España que el de viva mi pueblo y su patrona. Durante toda mi vida he viajado y leído libros. También vi llenarse muchas fosas comunes a causa del fanatismo, la incultura y la ruindad. En mis novelas históricas intento siempre, con humor o amargura, devolver las cosas a su sitio y centrarme donde debo: en el torpe, cruel y desconcertado ser humano. Pero hay un nacionalismo en el que milito sin complejos: el de la lengua que comparto, no sólo con los españoles, sino con 450 millones de personas capaces, si se lo proponen, de leer el Quijote en su escritura original. Amo esa lengua-nación con pasión extrema. Cuando me hicieron académico de la RAE acepté batirme por ella cuando fuera necesario. Y eso hago ahora. Que se mueran los feos.

    Quien afirme que el bilingüismo es normal en las autonomías españolas con lengua propia, miente por la gola. La calle es bilingüe, por supuesto. Ahí no hay problemas de convivencia, porque la gente no es imbécil ni malvada, ni tiene la poca vergüenza de nuestra clase política. La Administración, la Sanidad, la Educación, son otra cosa. En algunos lugares no se puede escolarizar a los niños también en lengua española. Ojo. No digo escolarizar sólo en lengua española, sino en un sistema equilibrado. Bilingüe. Ocurre, además, que todo ciudadano español necesita allí el idioma local para ejercer ciertos derechos sin exponerse a una multa, una desatención o un insulto. Métanse en una página de Internet de la Generalidad sin saber catalán, por ejemplo. De cumplirse el propósito nacionalista, quien dentro de un par de generaciones pretenda moverse en instancias oficiales por todo el territorio español, deberá apañárselas en cuatro idiomas como mínimo. Eso es un disparate. Según la Constitución, que está por encima de estatutos y de pasteleos, cualquier español tiene derecho a usar la lengua que desee, pero sólo está obligado a conocer una: el castellano. Lengua común por una razón práctica: en España la hablamos todos. Las otras, no. Son respetabilísimas, pero no comunes. Serán sólo locales, autonómicas o como queramos llamarlas, mientras los países o naciones que las hablan no consigan su independencia. Cuando eso ocurra, cualquier español tendrá la obligación, la necesidad y el gusto, supongo, de conocerlas si viaja o se instala allí. En el extranjero. Pero todavía no es el caso.

    Y aquí me tienen. Desestabilizando la cohesión social. Fanático de la lengua del Imperio, ya saben. Tufillo franquista: esa palabra clave, vademécum de los golfos y los imbéciles. La puta España del amigo Rubianes. Etcétera. Así que hoy, con su permiso, yo también me cisco en las patrias grandes y en las chicas, en las lenguas –incluida la mía– y en las banderas, sean las que sean, cuando se usan como camuflaje de la poca vergüenza. Porque no es la lengua, naturalmente. Ése es el pretexto. De lo que se trata es de adoctrinar a las nuevas generaciones en la mezquindad de la parcelita. Léanse los libros de texto, maldita sea. Algunos incluso están en español. Lo que más revienta son dos cosas: que nos tomen por tontos, y la peña de golfos que, por simple toma y daca, les sigue la corriente. Pero de ellos hablaremos la semana que viene.
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    Mensaje  William Martin Lun Mar 02, 2009 11:48 am

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    Sobre palos y velas


    ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 21 de Septiembre de 2008

    El asunto es conocido, así que ahorro nombres y detalles: un caballero acude en socorro de una mujer a la que maltratan, el maltratador le da una paliza que lo deja a las puertas de la muerte, y la maltratada se pone de parte del maltratador. En el fondo es buen chaval, argumenta la churri. A ver quién le ha dado al otro vela en el entierro.

    Algunos creerán que eso es raro, pero no lo es. El arriba firmante, por ejemplo, tuvo en otro tiempo oportunidad de presenciar dos situaciones parecidas, una como testigo y otra como estrella invitada, a medias con el rey del trile, Ángel Ejarque Calvo. La primera fue durante un reportaje nocturno en los barrios duros madrileños, allá por los ochenta. Avisada la policía de que un tío le estaba dando a su legítima las suyas y las del pulpo, acudió una patrulla. Y cuando redujeron al fulano, poniéndole unas esposas, la mujer, a la que el otro había puesto la cara guapa, se revolvió como una fiera contra los maderos. «¡Dejadlo, dejadlo, hijos de puta! –gritaba desgañitándose–. ¡Dejadlo!»

    La segunda vez salía de calzarme unas garimbas con Ángel en las Vistillas –acababan de soltarlo del talego–, cuando nos topamos con un jambo que le daba fuertes empujones a una mujer contra el capó de un coche, mientras discutían. Le afeamos la conducta y se nos puso bravo. Ángel –hoy honrado currante y abuelo múltiple–, que fue boxeador y todavía entrenaba en La Ferroviaria, lo miró fijo y muy serio, calculando en dónde iba a calzarle la hostia. Y en ésas se nos rebotó la torda. «¿Pa qué os metéis vosotros?», preguntó. Me encogí de hombros y le dije a mi plas: «Tiene razón, colega. ¿Pa qué nos metemos?». Y Ángel, que siempre rumia las cosas muy despacio y todavía andaba mirándole el hígado al otro, levantó una ceja y dijo: «Vale». Y nos fuimos. Y al rato, después de pensarlo un rato, concluyó, filosófico: «Sarna con gusto no pica, colega».

    Podría contarles más bonitas y edificantes historias como ésas, y no sólo de individuos e individuas. También entre pavas se dan su ajo. Tengo una preciosa sobre una conocida feminata que varea con frecuencia a su pareja, y la otra sigue allí, encantada, mientras ambas denuncian con mucho garbo y energía el machismo repugnante de la sociedad española. Pero a estas alturas del artículo ustedes habrán captado el fondo del asunto, resumible en lo de Ángel: leña con gusto no duele. La existencia de ciertos verdugos –no todos, pero sí algunos– sería imposible sin la complicidad activa o pasiva de ciertas víctimas. Sobre eso de las complicidades conozco, casualmente, otra interesante historia doméstica, que concluyó cuando él se despertó a media noche, se la encontró sentada en el borde de la cama, mirándolo, y ella dijo: «La próxima vez que me pongas la mano encima, borracho o sobrio, te corto la garganta mientras duermes». Y no volvió a tocarla, oigan. El tío machote.

    De cualquier modo, ya no es como antes. Es verdad que hay muchas mujeres en España que siguen siendo rehenes de una sociedad opresiva, perversa, y también de sí mismas. Para ellas poco ha cambiado desde los tiempos en que la familia aconsejaba tragarlo todo por el qué dirán, y el confesor –infalible pastor de cuerpos y almas– recetaba resignación cristiana y oraciones pías. Es cierto también que el ser humano es muy complejo, y no resulta fácil ponerse en el lugar de una mujer maltratada, a menudo sola y desprovista de apoyos y consuelos, o considerar el proceso de destrucción interior, en ocasiones imperceptible para ellas mismas, al que muchas mujeres inteligentes y capaces se ven sometidas en el matrimonio o la vida en pareja. También es verdad que cuando una mujer se enamora hasta las cachas puede volverse, a veces, completamente gilipollas –«En llegando a querer, y más, doncella, / su honor y el de los padres atropella», decía Lope, llevando el intríngulis a otros pastos–. Todo eso es cierto; pero también lo es que hoy tenemos televisión, periódicos, información circulando por todas partes. Y leyes adecuadas. La ignorancia, el miedo, el amor desaforado, ya no son excusas para ciertos comportamientos y tolerancias.

    Cualquier mujer, hasta la más ignorante o estúpida, sabe ahora cosas que antes no sabía. O puede saberlas, a poco que mire. Por eso es tan irritante observar en los hombres, adultos o niños, actitudes que a menudo son sus mismas mujeres, madres, hermanas, esposas, las que las transmiten, alientan y justifican. Es como lo del pañuelo o el velo islámico. Cada vez que veo por la calle a una pava velada con niños pequeños me pregunto hasta qué punto no será culpable, en el futuro, del velo de esa hija y del comportamiento de ese hijo. Poca diferencia encuentro entre la mujer que disculpa al hombre que le sacude estopa y la que afirma llevar el hiyab en ejercicio voluntario de su libertad personal. En tales casos, igual que mi colega Ángel aquella noche en las Vistillas, no puedo menos que pensar: sarna con gusto no pica, colega. Que cada palo aguante su vela. Que cada velo aguante su palo.

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